El arte, cuya esencia se dice que pervive a la de los hombres, ha ganado la batalla en una rencilla que se remonta a hace más de 70 años y que hasta ahora había permanecido enterrada con sus protagonistas. El exuberante castillo de San Simeón, propiedad del magnate periodístico William Randolph Hearst, que sirvió de inspiración para el Xanadú del Ciudadano Kane de Orson Welles, hará hoy las veces de fastuosa sala de cine para proyectar la película que, en su día, fue la causante de una amarga disputa entre los dos extravagantes personajes, el joven artista y el anciano emprendedor.
No hace falta conocerse al dedillo la biografía de Hearst para localizar las similitudes con la del tenebroso ciudadano wellesiano: un empresario de dudosa reputación, poderoso estratega con capacidad y, sobre todo, voluntad para moldear la opinión pública, editor sensacionalista que se retira a una mansión apartada del mundanal ruido en las soleadas colinas californianas… Tales eran los paralelismos que el magnate emprendió una feroz campaña de desprestigio contra un filme que, aunque glorificado a tiempo pasado, se vio abocado al ostracismo en su época.
A pesar de pintarle a Hearst una lóbrega figura -iniciativa que muchos desaconsejaron a Welles-, parece que lo que más apretó las tuercas del multimillonario fue la caracterización de su joven amante en la película como una cantante de ópera de escaso talento y proclive a la botella. “Xanadú era una fortaleza solitaria, y Susan (el nombre del personaje en el filme) tenía todo el derecho a escapar de allí. La amante nunca fue una posesión más de Hearst: él siempre la persiguió, y ella fue su preciado tesoro hasta su muerte. La suya es una verdadera historia de amor. El amor no es un tema en Ciudadano Kane”, aseguró Welles en su autobiografía póstuma, publicada en 1975, a modo de disculpa por su versión de la en realidad actriz más o menos talentosa pero construida a sí misma Marion Davies.
Los periódicos propiedad de Hearst, que en los años cuarenta leían uno de cada cinco estadounidenses, se dedicaron con empeño al desprestigio de la cinta y su autor, que también había incluido extractos de sus propias vivencias en el personaje. Nada menos cabía esperar de un hombre que declaró que si no invertía en cine era porque con él “no se puede acabar con un hombre, con la prensa sí". Aunque Welles invitó a Hearst al estreno el 1 de mayo de 1941, este nunca llegó a presentarse.
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